Esto queridos míos lo escribo en un instante de bajón. Digo en un instante, por qué no permito ni permitiré que el susodicho malestar me dure más que eso: un instante.
Teniendo en cuenta que mi presencia en este universo, comparándolo con su grandeza, es cómo la gota de rocío que se forma de madrugada en una hoja, y que cae al suelo para evaporarse. Aún no entiendo, cómo en el recorrido desde la hoja al suelo nos pueden pasar tantas vivencias buenas y no tan buenas.
Las buenas, ¡uf! Hacen que todo el cuerpo te vibre y que los músculos de la cara se te estiren para producir la mejor de tus sonrisas; estaréis de acuerdo conmigo que es algo que desearíais que siempre perdurara en nosotros. !Pero no! Ahí entran las no tan buenas experiencias que tenemos que pasar. No te vibra el cuerpo, en su lugar esa sensación va a parar a un músculo que es vital para nuestra vida, el corazón. Esa desagradable sensación que te lo contrae, hasta que el dolor se hace insoportable obligándote instintivamente a poner tus manos sobre él, intentando calmarlo, luego, el dolor te sube por la garganta, llegando a un extremo, que parece que te falte el aliento e intentando respirar.
Tu cuerpo te pide una cosa pero tu mente otra, ¿qué hacer? Tú en esos momentos estas bloqueado y afligido, la lucha interior que tienes no te deja pensar ni razonar... En ese instante oyes una voz cálida y agradable que te tiende una mano. Te aferras a ella cómo si de ello dependiera tu vida. Sientes que la presión y el ahogo comienzan a rendirse. Le miras a los ojos y, te sonríe delicadamente. Empiezas a sentirte aliviado, y por mucho que llores, grites o te desesperes, te reconforta con agradables palabras. Y cuando ve que te sientes aliviado, desaparece sigilosamente... ¡GRACIAS!
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