Hace mucho tiempo me pasó algo, que aún hoy me cuesta comprender. Espero, no que lo entendáis, pero si, que os paréis un momento, en vuestra vida atareada y reflexionéis sobre lo que os voy a contar.
Era yo mozuelo, libre de maldad y con mente voladora. Me agradaba pasear por el campo, en las cálidas tardes de aquel verano; con el agradable cantar de la chicharra. Todo parecía descansar después del mediodía.
Normalmente me sentaba bajo el cobijo de aquel almendro. Aquella suave brisa que movía las hojas, me parecía algo increíble. Se me insinuaba que alguna cosa las movía. Pero aquella tarde no se movían, y el color de los prados aparecía más tenue de lo habitual.
Acostumbrado a relajarme bajo aquel paisaje, se me hacía raro no percibir aquellos colores, sonidos y olores. Detrás de mi almendro sentí un sollozo, al darle la vuelta al árbol, descubrí a un niñito desconsolado.
_¿Qué te pasa mi niño? Le pregunté.
_Estoy perdido. Me respondió con cara asustada.
Y sin mediar palabra se acurrucó a mi lado, su calidez la encontré reconfortante, y así estuvimos un rato.
Por el camino venía una señora y al vernos apresuró el paso, ya cerca de nosotros (era una mujer guapa y una sonrisa amable, aunque arañada por el tiempo).
_ Cariño, vamos que el abuelo te espera. Le dijo al niño.
_ ¿ Y mis papas? Iluminándosele la cara.
_ Ya vendrán no tardan. El abuelo y la abuela te cuidaran hasta que vengan.
El se levantó y le dio la mano. Cuando ya se iban, se giraron hacia mí y me dirigieron una sonrisa. Me quedé contento ya no estaba solo.
Mientras los miraba cómo se alejaban, la brisa empezó a correr, las hojas de mi almendro a bailar y la chicharra a cantar.
Aquella tarde de verano, dejé de comprender.
